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  Historia de Bogelf
 
 

HISTORIA DE BOGELF


Hay muchas historias que hielan el alma que narran cosas acerca del monstruo de los pantanos. Nadie sabe exactamente qué es verdad y qué es mentira de estas historias. Dicen que el temible señor de los pantanos arrastra al tembladal a los humanos extraviados en el bosque y que éstos se pierden sin dejar rastro. El monstruo ataca y desgarra en pedazos a los caminantes que se encuentran cerca de su morada no teniendo compasión ni de mujeres ni de niños. Entre los campesinos también corre otra terrible historia, según la cual en una ocasión un monstruo verde osó incluso penetrar en una casa y matar a todo el que se encontraban allí. Las escaleras estaban inundadas de sangre, el cuarto de los niños destruido en astillas y todas las puertas estaban salpicadas de cieno fétido de pantano. La gente afirma que este asesino de los bosques se vengaba de sus padres. Raras veces cae a la mirada de la gente y quien le ve ¡se convierte en un espíritu de los pantanos sanguinario! Es difícil dar crédito, pero los ancianos narran que tiempo atrás el monstruo de los pantanos fue un hombre... 

Más exactamente, que nació como hombre... En la amplia habitación resonaba el grito desgarrador de un niño. Volviéndose locos por el parto, cansados del infatigable esfuerzo y extenuados por la bochornosa parturienta se esforzaron en apartar la pesada cabeza de la almohada para observar al niño de incesantes gritos que acababa de dejar su vientre. Durante nueve largos meses llevó la madre debajo de su corazón a este niño, le cantó en voz baja canciones de cuna, como hacía su abuela con ella, y acarició su sensible vientre, exhibiendo la criatura de mejillas rosadas. Las viejas le repetían que había nacido un niño, puesto que se habían dado todos los indicios: el vientre había desaparecido y la avena había ido a la olla antes que el trigo. El instinto maternal entrelazado con la habitual curiosidad le daban fuerzas y la mujer respirando pesada y confusamente, tendía las manos al envoltorio vociferante. La partera ya había secado al niño y lo había envuelto en un limpio pañuelo blanco. Con los ojos llenos de lágrimas la madre miró a la roja carita arrugada que se desfigurada por las muecas del recién nacido. Tan pronto entregó a la partera la criatura, le desaparecieron las fuerzas y perdió el sentido... Su marido impacientemente pataleó la puerta. Cuando en el umbral apareció la comadrona con la criatura, de manera interrogativa la miró a los ojos, no decidiéndose a coger el frágil cuerpecito entre las manos. La mujer, no alzando la mirada, puso la manta con el pequeño en la mesa y salió en silencio de la habitación. El padre del recién salido hizo un paso y se quedó inmóvil del espanto. ¡Esperaba ver un cuadro completamente distinto! Extendiendo las esquinas del pañuelo, en los pliegues del tejido pululaba y sollozaba desesperadamente una absurda criatura: a un enorme torso se adherían unas pequeñas piernecitas y desproporcionadamente unas largas manos-azotes, como si estuvieran cogidas de otro ser y adheridas aquí a toda prisa; una gran cabeza se estremecía a cada sollozo, amenazando con desgajarse por una delicada sacudida. Era horrible mirarle a la cara y, en general, a todo el cuerpo: marchitado, arrugado, como si fuera un viejo anciano, recordaba simplemente a un trozo de carne, con la única diferencia de que con gran atención y dolor los ojitos negros, a los que no bordeaba ninguna pestaña, miraban fijamente, como si presintieran que este mundo no le iba a dar ni amor ni caricias. Cuando el niño calló por un instante y cerró su boca roja por el griterío, se pudo ver que una parte del labio se hundía inexorablemente hacia abajo, dando a la cara una feroz expresión de descontento. Así apareció el niño en la familia de acomodados comerciantes. Y después de dos semanas, el pequeño, temblando desesperadamente de calor y de hambre, yacía en una cesta trenzada cerca del pantano maloliente y lloraba ahogándose en sus propios sollozos. No pudiendo recobrarse del hecho de que la descendencia largamente esperada era monstruosa y enfermiza, los padres decidieron liberarse de tal pesada carga: el pantano absorbería su vergüenza, ocultando para siempre de la gente este secreto. Se dijo a los vecinos que el niño había muerto, que la casa estaba vestida de luto. 

Pero el destino tenía preparado para el rehusado una suerte completamente diferente. El desafortunado niño aspiraba tanto a vivir que se agarró de sus propias torcidas manos-azotes de tal manera cuando su cuna de abedul empezó a sumergirse en el tremedal, que el pantano se compadeció del miserable y lo empujó hacia el exterior. El verde cenagal mismo crío al huérfano. Aprendió a respirar debajo del agua y a ver a través del más turbio espesor de cieno. El tremedal no le tragó hasta el fondo y éste se convirtió pronto en su casa. Al principio se alimentaba de animales pequeños atrapados en una pérfida trampa del cenagal y después empezó poco a poco a cazar él mismo. Su fisionomía exterior cambió: después de pasar un largo tiempo debajo del agua, le aparecieron branquias y membranas, la humedad y el eterno frío le tiñeron la piel de un color pálido-verde, el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, se cubrió de largos pelos duros. Las uñas ásperas y puntiagudas en los dedos alargados le ayudaban a desgarrar las víctimas y la breve sucesión de dientes amarillentos fácilmente molía los débiles huesitos de los jóvenes Kretas, si por casualidad entraban en los dominios del pantano. Las piernas cortas y duras se pusieron sobre el suelo, su cuerpo no proporcional se estiró todavía más, convirtiéndole en un gigante peludo y absurdo. Pero prácticamente nunca se enderezaba, a no ser que fuera necesario combatir. Para cazar le era más cómodo extender su pesado cuerpo velludo y arrastrarse sin ruido en la maleza del pantano, no desviando la mirada penetrante del objetivo trazado. Ahora sí se podía decir con dificultad que alguna vez fue un hombre; sólo en los ojos negros de cuenta vidrio se desliza en ocasiones una indescriptible sombra de profundo dolor: por lo demás, todo semblante humano había desaparecido para siempre. En el corazón no quedaba espacio ni para la compasión ni para el amor. Se transformó en un monstruo sanguinario, que custodiaba y que castigaba con ferocidad al viajero solitario, asustando a los habitantes de los alrededores, siendo bautizado con el nombre de Bogelf. Bogelf se vengaba de todo ser vivo por todas las desdichas que habían caído sobre él, por el hecho de que entonces nadie quiso dar amor y compasión a un desafortunado niño. Maldijo este mundo que tan cruelmente se había reído de él. Cuando todavía era pequeño, de repente cayó en los lazos de un cazador. Aquél no pudo entender durante mucho tiempo qué extraña caza se había enredado en sus jarcias y nunca había visto nada parecido. Con el cazador había otras dos personas: cierto comerciante y su timonel. La gente se burló del deforme y pequeño Bogelf, pero cuando desesperadamente miró a los ojos de uno de ellos, éste se quedó de piedra y su corazón de repente empezó a palpitar fuertemente. El comerciante mandó soltar a la maravilla. El monstruo recordó este encuentro y, más aún, recordó el olor de la persona vestida con una bota suave de piel bien elaborada que no pudo soportar su mirada fija. Justamente gracias a este olor el monstruo pudo encontrar años después una casa que se encontraba alejada del resto. Penetró allí por la noche e hizo una carnicería sangrienta no dando a nadie la oportunidad de salvarse. Es dudoso de si el pequeño se podía acordar de alguna cosa de su breve estancia en su casa natal, pero la terrible coincidencia causa miedo. Muchos años antes, en esta casa todos los espejos se cubrieron con pañuelos negros, llorando como si el niño hubiese muerto, estando los padres asustados por su fealdad. Ellos le habían privado vivir una vida humana; él, a su vez, les privó de vivir como tales...

Silencioso en el lago, el cenagal se mueve de vez en cuando por el grave gluglú, pero este silencio es engañoso. Es simplemente el silencio en el que se oculta el hijo adoptivo de los pantanos, quien espera con paciencia a su nueva presa...  

 

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