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La historia de nacimiento del destacado asesino Go'Zanar se remonta casi a la misma época que la historia de la creación del mundo. En ambos continentes donde dejó su huella sangrienta, se rumoreaba sobre cosas terribles. Se decía que fue concebido por uno de los fantasmas que había logrado encontrar el camino hacia el mundo Faeo y que la primera persona a la que mató fue su propia madre. Se decía que él mismo era un fantasma que tomó el cuerpo de un niño pequeño, que era la personificación del mal, castigo enviado al mundo Faeo por Aaron el Justiciero. Se desgastaban las lengua día y noche, mientras que la realidad era mucho más sencilla. Sólo dos episodios conocidos de su vida lo han empujado a seguir el camino que seguía.
Traído al mundo en una de las aldeas del valle del río Esmira por una mortal Ilina, Ícaro – ya que este fue el nombre que le dieron al nacer, desde que nació no supo quién era su padre. Su vida transcurrió en silencio y con tranquilidad, y parecía que siempre iba a ser así. Sin embargo el destino del niño se dibujaba de otra manera…
Estaba a punto de amanecer. A los rayos de la estrella Mirrou todavía no les había dado tiempo a iluminar ni calentar la aldea dormida, cuando le cayó encima el brillo de los incendios y calentó el aliento de la batalla. Aunque más que una batalla fue una carnicería. Una brigada de los orcos apareció de la oscuridad de la noche que envolvía a la aldea. Los atacantes mataron a los guardias cansados y, al no esperar resistencia alguna, se extendieron por la aldea como el agua en la época de deshielo. El aullido victorioso de los orcos se impuso sobre los gritos desesperados de los defensores. Los humanos, totalmente sorprendidos, intentaron rechazar a los invasores. Al ver que no tenían nada que perder y que los minutos que les quedaban de vida recordaban a una moneda prestada por poco tiempo, los humanos lucharon con una determinación insólita. Utilizaron los elementos de la casa y del jardín, los hombres lucharon desde las puertas de sus casas, codo a codo con las mujeres y junto a aquellos niños que eran capaces de llevar cualquier tipo de arma. El ruido del acero, los gemidos de los moribundos, el olor dulce de la sangre, era el paisaje que iluminaban las casas convertidas en hogueras gigantes.
Ilina, a la que despertaron los primeros sonidos de la lucha, se fue corriendo a la habitación de su hijo, pero se lo encontró en la puerta.
- Mamá…
- Hijo… - Ilina hablaba apresuradamente - Te he dado todo lo que he podido… todo, lo que era capaz de darte y… si tienes suerte a lo mejor en las Montañas de Chión encuentres a tu padre.
- No te abandonaré, mamá.
Fuera se escuchaba un aullido salvaje y un estruendo. Los invasores lograron entrar en el patio interior de la casa.
- Perdona, pequeño – murmuró Ilina.
Agarró a Ícaro de la mano y lo arrastró hacia su cuarto cerrando la puerta tras de sí y al abrazarlo susurraba:
- En el nombre de la estrella Mirrou que calienta a todas las criaturas, te libero… En el nombre de los bosques, de los campos, de las montañas, ríos y valles – te libero… En el nombre de los animales de los bosques, los pájaros en el cielo, los peces en el agua, hierbas en el campo, árboles en los bosques, fantasmas en las montañas, te libero– Conviértete en alguien nombrado y sin nombre, visible e invisible, existente y no existente, encontrado y perdido.
Al extender bruscamente los brazos, Ilina dio un paso atrás. En la mano derecha sostenía una daga estrecha, humeante, con una forma muy sofisticada.
Ícaro permaneció de pie un segundo y acto seguido se cayó de cara a las tablas del suelo. Su cuerpo empezó a fundirse con el suelo, literalmente el suelo lo absorbió hasta que desapareció por completo como si nunca hubiera existido.
La puerta de la habitación se abrió y los orcos saltaron hacia su interior. Uno de ellos, amenazando descuidadamente con el hacha hacia la dirección donde se encontraba Ilina, se dirigió hacia los baúles pensando y con razón, que dentro encontraría objetos de valor. Ilina se le echó encima con el arma extraña que llevaba en la mano, pero recibió un golpe terrible en el pecho y, al caer al suelo, cubrió de sangre el lugar donde antes se había caído su hijo. En sus labios apareció una sonrisa misteriosa.
«Se levantará de las cenizas…» – susurró antes de que sus ojos se cerraran para siempre.
Las tropas de Basturión llegaron cuando todo ya se había acabado. Los orcos huyeron en dirección de las Praderas de Berona, llevando con ellos a unos cuantos rehenes. Una aldea floreciente, Esmirna, se había convertido en un lugar quemado, humeante todavía, donde el aire estaba empapado del olor de cuerpos quemados. Cuando las tropas se marcharon para llevar la mala noticia a Basturión, en el corazón de lo que quedaba de la aldea, donde antes se encontraba la casa de Tukin, algo se movió. Las cenizas negras hicieron un remolino y se levantaron formando una figura humana. Ésta permaneció de pie durante unos instantes y después se encogió y cayó de rodillas. Un grito salvaje cortó el aire inmóvil, anduvo de una montaña de cenizas a otra, como si estuviera buscando a alguien y, después, desapareció.
Arrodillado frente a lo que antes era su casa familiar, Ícaro aullaba. ¿Dónde estaba ese joven ágil con el pelo negro como las alas del pájaro gur?
El que estaba arrodillado y llorando era un anciano. El pelo negro adquirió el color de la nieve, una figura esbelta fue desfigurada por la desgracia, pero lo peor fue lo que le había pasado en la cara. Hace tan poco tiempo una cara joven y delicada que atraía las miradas de las muchachas, se convirtió en una especie de máscara vacía y primitiva. La piel de color ligeramente verde, se volvió blanca como la leche y las largas orejas se encogieron y acortaron. Ni un sentimiento se reflejaba en este rostro liso y difícil de recordad, sólo las lágrimas caían una tras otra de los ojos muy abiertos, como si fueran dos arroyos nacidos de los glaciales. Se quedó parado llorando la vida perdida, la vida que jamás volvería ni en éste, ni en el próximo mundo.
Al seguir la última indicación de su madre, Ícaro se dirigió a las Montañas de Chión para encontrar allí a la única persona cercana que todavía quedaba con vida, a su padre. En las profundidades de las Montañas de Chión, en el Desfiladero del Infierno, se encontraba la escuela Maasdar. La esuela de asesinos. A los alumnos los elegían los graduados de la escuela, en las misiones finales o a lo largo del desarrollo de su propia carrera. Reclutaban a los niños menores de 10 años, ya que consideraban que era una edad idónea para cambiar la visión del mundo que tenían e inculcarles las nuevas reglas. Además, el inicio de los entrenamientos a una edad tan joven, cuando los reflejos todavía no estaban definidos, deba resultados excelentes. Los graduados de la escuela Maasdar se apreciaban en ambos continentes. Muchos soberanos deseaban contar con los servicios de asesinos de esa clase. Además de soñar con someterlos bajo su mando. Pero los tiempos pasaban y la situación no cambiaba. La escuela generaba vínculos tan fuertes que no podían destruir ni las torturas, ni el oro. La jerarquía de la escuela era sencilla. El alumno (cada uno que ingresaba en la escuela se convertía en alumno) después de siete años de aprendizaje, cumplía tres misiones de entrenamiento y seis encargos, después de lo cual se convertía en graduado. Una vez cada siete años, el graduado tenía derecho a declarar un reto ritual a su maestro y matarlo. Si lo conseguía, ocupaba el puesto del maestro y, tras el ritual de iniciación, se unía a los jerarcas superiores de la escuela. Sin embargo, la iniciación le exigía al adepto renunciar al nombre que utilizaba hasta ese momento y a adoptar uno nuevo que le otorgaba el mismísimo Desfiladero del Infierno.
Cada siete años, en el cráter de un pequeño volcán escondido en las montañas y extinguido hace mucho tiempo, se celebraba la lucha ritual. Nunca faltaban los que querían subir su estatuto. Se aceptó que los graduados vencidos por los maestros o, lo que pasaba con poca frecuencia, los maestros vencidos por los graduados, se destinaban a la ofrenda al Desfiladero del Infierno que había acogido a la escuela.
Siete años pasados en la escuela han convirtieron a Ícaro en un hombre. Despiadado y cruel descubrió la verdad más grande la vida, los muertos no causan problemas a los vivos si, por supuesto, no han sido enterrados en el cementerio de Ilei. Y ahora que la escuela de los asesinos le dio todo lo que le podía dar, llegó el momento de la lucha decisiva, la lucha contra un maestro.
El duelo se celebró en aislamiento, sin gradas de espectadores, sólo vinieron unos cuantos maestros. A lo mejor a alguien le interesara ver cómo lucha un maestro con un alumno, pero en la escuela este tipo de duelo se consideraba algo extraordinario que no se podía tratar como entretenimiento, por eso sólo estuvieron allí los que debían estar.
En una cueva iluminada por la luz procedente de las antorchas colgadas en las paredes, Ícaro estaba delante de su maestro. De acuerdo con las reglas no escritas, en la lucha no se utilizaba ningún tipo de arma, sólo la habilidad contra la habilidad, la mente contra la mente. Los luchadores se movían rápido, propiciando y bloqueando golpes. En un momento determinado, el maestro de Ícaro se movió torpemente, dejando al descubierto el cuello. La mano de Ícaro prolongada por un filo de forma extraña lo alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. El maestro cayó a los pies de su alumno y verdugo a la vez. De repente su cuerpo se volvió de un color gris extraño y, acto seguido, se convirtió en cenizas. Un viento ligero sopló dentro del cráter en el cual se celebraba la lucha. Apagó varias antorchas, levantó y se llevó las cenizas que hasta hace un momento era un ser humano.
- El Desfiladero del Infierno aceptó la ofrenda - se escuchó la voz de uno de los maestros presentes.
- La ofrenda se hizo de forma incorrecta, se han infringido las leyes – protestó otro.
De repente, la discusión recién iniciada se vio interrumpida por un ruido y estruendo procedentes de abajo. El estruendo iba cobrando fuerza, el suelo y las paredes temblaron. Se propagaba gradualmente – Go'Zanar, Go'Zanar, Go'Zanar…
- Han concedido el nombre – exclamó Ícaro.
- Han concedido el nombre repitieron los maestros tras él.
- A partir de ahora eres Go'Zanar, uno de aquellos que trae la muerte. Tu antiguo nombre ha muerto y el nuevo te fue concedido por el Desfiladero del Infierno.
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