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No existía lugar en el mundo Faeo al que Abdul Negro puediera llamar el suyo propio. Para él, nacido bajo la luz de otra estrella, todo era extraño aquí.
En su mundo no había ni nieve, ni frío. Un sol enorme, color arena, iluminaba las inigualables bellas hierbas, y el sentimiento de caridad y de honor lo mamaban los niños ya en la misma leche materna.
Los habitantes de la estrella lejana se diferenciaban por tener muy buen oído y una enorme vitalidad. Presentían el peligro con varios días de antelación y sabían, de esta forma, quién se les acercaba con malas intenciones. Una vez, las profetisas predijeron la llegada del ejército tenebroso del Caos, pero no conocían la manera de pararlo.
Abdul, por aquel entonces, no conocía ni la miseria ni el sufrimiento. Sólo vivía soñando con la noche en la que alcanzase la mayoría de edad y en la que le iban a entregar la espada. No veía el momento de ir por primera vez a cazar con el Consejo de Ancianos, de construir su propia casa en las montañas, junto a un lago de aguas claras.
Por desgracia, sus planes no iban a cumplirse. Las profetisas bajaron de las montañas con rostros pálidos, miradas clavadas en el suelo y las trenzas, que antes le llegaban hasta los pies, cortadas.
Los ancianos, al verlas, se volvieron pálidos también y bajaron las miradas. Las mujeres se arrodillaron y llorando empezaron a rezar a los dioses, suplicándoles la salvación para sus hijos. Los hombres permanecieron de pie callados junto a sus mujeres arrodilladas en el suelo y por sus rostros caían lágrimas.
Todo ello, porque las trenzas cortadas de las profetisas sólo podían significar una cosa; el fin de toda la vida.
Pero no se rindieron. Empezaron las preparaciones para la lucha.
Los herreros forjaban las armaduras, los curtidores arreglaban los arneses y los heraldos llamaban al ejército por orden del consejo de los ancianos. Miles de espadas se forjaron en menos tiempo que dos lunas, cientos de flechas estaban esperando el momento de dar el golpe definitivo.
Unas noches antes de la gran batalla, el consejo de los ancianos se reunió con las profetisas junto a la piedra vidente. Después de largas oraciones, los dioses dijeron que uno de los miembros de la nación oscura debería pasar al otro mundo a través de las Puertas del Tiempo para advertir con tiempo a sus compatriotas de la llegada del Caos.
Las Puertas del Tiempo unían los mundos como un portal secreto. Alguien tenía que ayudar a las criaturas que habitaban otros mundos, puesto que no sabían leer el futuro y sin advertencia alguna estaban condenados a una muerte segura.
El consejo de los ancianos seleccionó a los jóvenes más habilidosos de todas las aldeas, a aquellos a los que la marca divina les otorgó el don especial de la videncia. El debate fue largo para determinar a quién debería elegir la fuerza superior. Le tocó a Abdul.
El joven Abdul se despidió de su familia, amigos de la infancia, los bosques familiares y de las montañas, se llevó un puñado de tierra en una bolsita que guardó en el pecho, cerca del corazón y entró en las Puertas del Tiempo. No sabía que el consejo de los ancianos, con la ayuda de las profetisas, iban a sellar la puerta para que en el caso de la victoria del Caos, el ejército enemigo no siguiera al joven. Para ello, no era necesario el don de ver el futuro, puesto que Abdul habría hecho exactamente lo mismo.
A la salida de la puerta, Abdul vio una criatura terrible, enorme, cubierta de escamas relucientes de color perla y con una cola muy larga. Tenía alas increíblemente hermosas y sus ojos reflejaban sabiduría. Delante de Abdul se encontraba el dragón blanco, Erifarius, el guardián de la raza humana, creado por Sheara la Señora de los Dragones con la energía de los humanos.
Erifarius llevó al muchacho ante Sheara, que le dio una agradable bienvenida abrazándole con ternura. Al escuchar las noticias del otro mundo, dijo:
- Vine a este mundo con la misión que me habían encargado los dioses, de ayudar a las criaturas insensatas. Los dragones, mis ayudantes, personifican las razas y están a su mando. ¡Has llegado a tiempo, mensajero! ¡Te doy gracias en el nombre de todos los habitantes de Faeo! Sellaré las Puertas del Tiempo desde este lado. El ejército tenebroso, las traspasará tarde o temprano, ya que es imposible detener sus ansias de devorar los mundos. Pero el día que decidan cruzar las Puertas, nosotros estaremos preparados.
Bendecido por la mismísima Sheara, Abdul se marchó a Maasdar, al Desfiladero de Infierno aunque no había cumplido todavía ni siquiera los 10 años. Durante largos años perfeccionó allí sus habilidades bajo la atenta mirada de los maestros. Su aspecto se diferenciaba claramente del de sus compañeros, por eso empezaron a llamarle Abdul Negro. El muchacho era excelente en todo lo que hacía, tanto si se trataba de los entrenamientos con las espadas, como si tenía que leer las runas antiguas. Pronto se convirtió en uno de los maestros más jóvenes.
Fue en Maasdar donde conoció a Go’Zanar, un gran asesino oscuro. Fue entonces cuando descubrió que quería decidir sobre el destino de las criaturas.
Sin embrago, Abdul Negro no estaba destinado a ser asesino. Un día Sheara lo llamó para que se presentase ante ella. Pero delante de los ojos divinos se presentó no un muchacho asustado llegado de otro mundo, sino un guerrero intrépido, dispuesto a todo si el objetivo era digno de su esfuerzo. Sheara estaba sentada sobre una piedra, junto a un manantial en el bosque antiguo y tejía el Hilo de la Vida.
Miró fijamente al joven, dirigió la mirada divina a su esencia y sonrió contenta.
- No me equivoqué contigo, joven. Te convertiste exactamente en lo que esperaba que te convertirías. La despreocupación juvenil y la vehemencia dejaron paso a la sabiduría. Aprendiste a responsabilizarte de tus acciones y no perdiste el gran sentido de la justicia. Es lo más importante.
Abdul se arrodilló sobre una pierna.
- ¿De qué me servirá, oh Grande, si mi destino no es ser mercenario?
La diosa se rió sonoramente.
- Podía haber elegido a uno de los cuatro. Entre ellos se encontraba Go’Zanar, sin embrago mi mirada se detuvo sobre ti.
Abdul sorprendido levantó las cejas, pero no interrumpió el silencio.
Sheara se incorporó, dejando de lado la rueca.
- Te confío lo más valioso que tengo. Serás el Guardián de este mundo, junto con mis dragones, Erifarius y Striagorn.
La cara oscura de Abdul no reflejó los sentimientos contradictorios que llenaron su interior, una mezcla de asombro, orgullo y duda.
- ¿Y si no lo logro hacer bien, Sabia?
La diosa tocó su pecho.
- En tu pecho late uno de los corazones más valientes que conozco. Siendo todavía un niño combatiste el miedo y atravesaste el cruce de los mundos para traer un mensaje. Pocos adultos podrían hacer lo mismo. Estoy segura de que lo harás bien, de lo contrario, no te habría llamado aquí hoy. Gobierna con razón, porque ella es la clave que da paso a este mundo. Sé despiadado con los enemigos, pero tampoco tengas clemencia con los traidores. No podrás evitar las traiciones.
Sheara lo obsequió con el Colgante del Soberano y el Cetro del Poder con Piedras de los Destinos de color rojo vivo.
- Esto te ayudará a conocer la esencia del mundo Faeo. Con su ayuda podrás leer los pensamientos de todos los seres vivos, conocer sus intenciones ocultas, tanto las buenas como las malas.
Abdul Negro abandonó el bosque sumergido profundamente en sus pensamientos. Una carga pesada cayó sobre sus hombros, pero estaba seguro de que sus hermanos, los dragones, no lo abandonarían y si necesitaba ayuda, aparecerían junto a él en un abrir y cerrar de ojos.
Sabía que no había vuelta atrás, a su mundo natal a través de las Puertas del Tiempo y era consciente de que su destino estaba ligado a esta tierra para largos siglos. Siglos muy largos. Ocultó entonces su cara, ya que la cara descubierta significaba debilidad y vanidad. Al seguir los consejos de Sheara de conformarse sólo con la justicia, Abdul Negro no tenía piedad para nadie, ¡ni para los suyos, ni para los forasteros!
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